Desde ayer, I wish I knew how it would feel to be free de Nina Simone retumba en mi cabeza. Lo que sucedió ayer en la Sala Mirador fue arte en todos los sentidos. Pocas veces concebimos un horario matinal para acudir al teatro en nuestra cabeza, sin embargo, los tiempos están cambiando.
Existe una búsqueda continua de nuevos espacios, de nuevos conceptos y hasta de nuevos horarios para atraer al público hasta el hecho escénico.
Pues bien, ayer fui a la Sala Mirador por la mañana, plan dominguero que sustituye a las cañas en la Latina o la visita obligada a curiosear antigüedades en el Rastro.
Busco mi butaca, me acomodo y me fijo en el escenario. La escenografía reproduce un salón de una casa, desordenada, ropa por el suelo, unas bragas, una botella de alcohol vacía y una mujer completamente desnuda tirada literalmente en el sofá. Mi imaginación no puede evitar echarse a volar. Imagino lo que ha hecho esa misteriosa mujer la noche anterior. Que ha bebido está claro, que ha tenido sexo, se intuye. Al amante el público no lo conoce, probablemente ni siquiera ella lo conozca. Probablemente, ya se ha largado. Y la ha dejado a ella en su soledad y con su resaca. Ya estoy maquinando, ya me he metido en el código teatral.
Efectivamente, Alicia se despierta y nos encontramos ante una mujer sola, una mujer cansada de amanecer tan tarde y lo grita a los cuatro vientos cuando acaba la música. Alicia no puede dejar de hablar, no soporta el silencio. Le invade una pena y se lo cuenta a sus plantas sin tapujos, las habla todos los días desde el mismo momento en que descubrió que están vivas, desde aquel día que las vio moverse tras regarlas. Quizás, las plantas son su razón para levantarse cada día.
La actriz sevillana, Estefanía de los Santos es quien da pulso a Alicia teniendo como único foco la luz que entra por la ventana.
Estefanía da vida a un personaje lleno de matices que habla de sus penas, sus vías de escape, sus refugios y lo hace desde la verdad más absoluta. Esa verdad que la legitima como dueña del escenario, tal y como reclamaba Copeau de sus actores. Y ella, a fe que disfruta de su ‘derecho’ a esa propiedad. Las palabras salen de su boca a veces a borbotones, intentando hacerse comprender -y vaya si la comprendes- porque su verdad es tan sincera que pone los pelos de punta cuando mira al público buscando respuestas y complicidad.
Una vez más Messiez pone palabras a una mujer, una vez más acierta. Acierta porque le da las palabras, se las regala sin adornos para que sea ella quien las modele. Él propone, ella dispone. Y entre los dos dibujan ese dardo en la palabra que se clava en la diana de un espectador que es imposible que quede indiferente. Ese dardo certero que, aún un domingo por la mañana, logra eso que Barba quiso expresar cuando gritó que el teatro debe ser, ante todo, el ‘arte del espectador’.